lunes, 25 de octubre de 2010

"Cancionero y romancero de ausencias" de M. Hernández: técnica y sentimiento

La poesía de Miguel Hernández forma parte de la memoria colectiva por lo menos de una generación, ésa que vivió los perturbadores años de la adolescencia entre los libros nuevos de BUP, la democracia que balbuceaba, los cantautores, la música disco y el paquete de Sombra o de Lola. Joan Manuel Serrat, Paco Ibáñez y algún que otro grupo nos enseñaron a golpe de melodía que los andaluces de Jaén eran aceituneros altivos, que en Orihuela se había muerto como del rayo Ramón Sijé y que podíamos venir con tres heridas, la del amor, la de la muerte y la de la vida. Humildes libros de bolsillo difundían versos de un poeta “comprometido”, palabra que entonces era un certificado de interés máximo. Los poemas de Miguel Hernández se colaban entre cuento y cuento de Cortázar o entre página y página y página de García Márquez, de Vargas Llosa o de cualquier otro miembro del boom hispanoamericano. Nos llenábamos de pasión y de fuerza, a la vez que descubríamos esos mundos reales y mágicos.
Sin embargo, mi fascinación por la poesía de Miguel Hernández vino un poco más tarde cuando, ya en la Universidad, decidí realizar mi tesina sobre la obra de aquel pastor de cabras que a mí me parecía uno de los poetas más inspirados y más cultos que había encontrado. Devoré el libro que Miguel Hernández compuso en la cárcel poco antes de morir, ése que escribió en una libreta de blandas tapas azules en las que ponía “Cuaderno” en diagonal, una libreta como las que habíamos visto tantas veces en casa. Dicen que lo entregó a su esposa, Josefina, con el encargo de que lo guardara porque, aseguraba, ahí llevaba el pan de los hijos.
De este cuadernillo que se dio en llamar Cancionero y romancero de ausencias en principio me sobrecogió la tristeza que emanaba, lógica por las circunstancias biográficas. Pero todo se quedó enano ante la belleza de la palabra desnuda, ante la capacidad de Miguel Hernández para despojar al idioma de lo superfluo, de cualquier anécdota y conseguir lo trascendente a partir de alegrías y sufrimientos muy concretos. Poemillas menudos, a veces de tres versos breves con aire de soleá, concentraban todo un mundo de sugerencias, de vida, de perfección:
Qué cara de herido pongo
cuando te veo y me miro
por la ribera del hombro.
Los grandes símbolos, manoseados por tanto “escribidor”, renacían tersos en el lápiz de Miguel Hernández. Ya sabíamos que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir y que nuestro cuerpo es como un campo con buenas y malas semillas, desiguales frutos, pero lo descubríamos como si nadie lo hubiera dicho antes, en la elegancia de la queja, en la desnudez de lamentos como éste:
En este campo
estuvo el mar. 
Alguna vez volverá. 
Si alguna vez una gota
Roza este campo, este campo
siente el recuerdo del mar. 
Alguna vez volverá.
Tampoco ignorábamos que hay deseos nunca colmados y amores imposibles, y que la distancia desasosiega y mortifica. Miguel Hernández clamó por nosotros “Y somos dos fantasmas que se buscan / y se encuentran lejanos”. 
     
Cancionero y romancero de ausencias: belleza de lo íntimo.
 

María Isabel López Martínez, 
 Facultad de Filosofía y Letras. UEx

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